Chile, Venezuela y Cuba: la revolución que no fue

Por qué el presidente Javier Milei debería mirar con mucho detenimiento lo ocurrido a partir de las violentas protestas de 2019

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El presidente de Chile, Gabriel Boric, vota en el plebiscito de este domingo 17 de diciembre por la nueva Constitución. Finalmente, no habrá reforma de la carta magna (AP)
El presidente de Chile, Gabriel Boric, vota en el plebiscito de este domingo 17 de diciembre por la nueva Constitución. Finalmente, no habrá reforma de la carta magna (AP)

El 6 de octubre de 2019 entró en vigencia un aumento de tarifas en el sistema de transporte público de Chile. La suba fue de alrededor de un 4% en promedio para Santiago y otras comunas populosas. Era el gobierno de Sebastián Piñera y el país sudamericano vivía -hasta entonces- una aparente paz social, en contraste con el resto de las naciones de la región. Sin embargo, pocos días después, el viernes 18 de ese mes, las protestas estallaron en la capital y se ramificaron a toda la nación en lo que constituyó una devastadora crisis social imposible de contener.

Piñera dio marcha atrás con el incremento, pero parecía ser demasiado tarde.

Una violencia desproporcionada ganó pronto las calles hasta límites sospechosamente insólitos. Estaciones de metro incendiadas, supermercados destruidos, comercios de todos los tamaños saqueados, interminables cortes y barricadas en las principales avenidas y calles, en todas las ciudades. Robos, asaltos y más quemaduras a lo largo del extenso territorio chileno ganaban la atención en todo el mundo. El terror había ganado en cada rincón.

Los Carabineros, esa fuerza policial de fama dura, reprimió hasta que se vio sobrepasada por una ola que no se detenía y por una opinión pública local e internacional que le puso límites lógico a los abusos desmedidos. Las lamentables listas de muertos y heridos se multiplicaban a diario. Los detenidos, también.

Al descontento por el aumento del metro, los autobuses urbanos y los trenes, se sumaron de inmediato otras consignas más vagas y rutilantes. Más ideológicas que cotidianas. Desde un sistema de jubilación privado en apariencia abusivo, pasando por una pobreza e injusticia social estructural hasta llegar a la conclusión de que Chile -faro del orden y la disciplina económica en América Latina- era en verdad una nación dominada por las elites donde las grandes mayorías vivían oprimidas en la servidumbre.

En conclusión, el gran culpable de aquel hiper estallido social era un sistema neoconservador, liberal, que había dejado olvidado por entero a un pueblo que ahora pretendía otro sistema absolutamente opuesto que lo condujera. Todo eso pese al extraño registro que desde la vuelta a la democracia en 1990 fueron más los años de gobiernos socialistas que de derecha.

Piñera, con escaso margen de maniobra comenzó a liberar fondos de las famosas Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP). Paradójicamente había sido su hermano, José Manuel Piñera, quien siendo ministro de Trabajo las instauró bajo la dictadura de Augusto Pinochet en noviembre de 1980.

Las protestas no fueron gratuitas. Como consecuencia de ellas, la economía se vio fuertemente golpeada. El dólar se disparó a tal punto que el Banco Central debió intervenir, algo inuncial para el país. El comercio se paralizó debido a los saqueos: nadie quería ser blanco de los desestabilizadores disfrazados de indignados. El turismo, fuente de divisas, se desvaneció. Los países civilizados recomendaban a sus ciudadanos no viajar a Chile. De acuerdo a datos oficiales, la producción cayó más de un 9% en dos meses y 700 millones de dólares buscaron refugio fuera del país. La deuda pasó de 27,9% al 38,2 por ciento, según información de la Dirección de Presupuestos de Chile.

El presidente argentino Javier Milei y su par chileno, Gabriel Boric durante la jura en la Casa Rosada, Buenos Aires, el pasado 10 de diciembre de 2023 (Reuters)
El presidente argentino Javier Milei y su par chileno, Gabriel Boric durante la jura en la Casa Rosada, Buenos Aires, el pasado 10 de diciembre de 2023 (Reuters)

Pero las violentas manifestaciones chilenas que terminaron, a la postre, con el pedido de una nueva constitución no fueron aisladas. Semanas antes, Ecuador había vivido situaciones similares. Lenin Moreno resistió. Perú también padeció días violentos. Martín Vizcarra, presidente peruano, también resistió. Eran tiempos en que la dictadura chavista, comandada por Nicolás Maduro, se refería al malhumor social con un eufemismo que celebraba. Hablaba de “las brisitas”. Diosdado Cabello, otro mandamás del régimen venezolano, también alentaba esos vientos revolucionarios. En algunos medios hablaban de “primavera latinoamericana”.

Maduro, por esos días, insultó a Piñera: lo llamó “pichón de Pinochet”.

En aquel momento, Infobae alertaba sobre la presencia de “elementos” chavistas y cubanos en Santiago. “¿En qué lugar del mundo se reclama por el valor del metro saqueando un Walmart? ¿Quién lo hace quemando una sucursal de un periódico? La ‘brisita’ parece haber atravesado los Andes (...) En Miraflores resguardan dinero para mantener su poder en tierra latinoamericana. ¿Dónde más están interviniendo con sus dólares? Cabello graficó que ‘una brisita bolivariana’ se dejaba sentir en Ecuador, Perú, Brasil, Honduras, Colombia y Argentina”. Era la larga lista de países a los que intentaban desestabilizar. Todos de centro o centro derecha, alejados del castrochavismo.

En ese mismo artículo publicado el 22 de octubre de 2019, se planteaba: “La dictadura chavista obedece a Cuba y todas sus maniobras están dirigidas a ganar tiempo. Valdrá preguntarse: ¿Es Caracas o La Habana quien desestabiliza a la región?”. Por lo general, el castrismo no deja sus huellas. Bolivia es uno de sus mejores experimentos.

Es quizás por eso que se vivieron horas de júbilo luego de que Piñera cediera a las demadas más ruidosas y diera inicio al proceso de reforma constitucional.

Pero la aventura no resultó en lo que se esperaba. Ya sin el conservador en el poder, se eligieron dos constituyentes que presentaron ante la ciudadanía dos cartas magnas totalmente diferentes. Opuestas entre sí. El día y la noche. Una muy de izquierdas; la otra muy de derechas. El presidente Gabriel Boric, símbolo del recambio generacional político de Chile, no tuvo más remedio que dar por concluida este domingo “la revolución” que empezó hace más de cuatro años. No habrá nueva constitución. Mucho menos una chavista.

Este domingo, el periodista y analista político argentino Joaquín Morales Solá advirtió que esas brisas bolivarianas que se desataron como huracán en Chile pronto podrían soplar en la Argentina. El contexto es muchísimo más delicado y grave al que se vivía en Chile en 2019. La economía y el escenario social y humano argentinos tambalean por todos lados: el nivel de pobreza está por encima del 40 por ciento, se padece una superinflación de más del 150 por ciento anual, la devaluación del peso fue superior al 100 por ciento y la deuda -tanto interna como externa- es asfixiante. Los combustibles aumentaron más de un 60 por ciento y las tarifas pronto llegarán a los hogares con subas meteóricas. Es el crudo sinceramiento de años de populismo y subsidios.

Pero a ese panorama debe sumarse otra preocupación. El presidente Javier Milei no cuenta con un respaldo partidario homogéneo y propio. Su caudal de votos genuino es del 30 por ciento con un 25 “prestado”. ¿Cuánto durará el crédito? Tampoco posee la experiencia de gestión -buena o mala- que tenía Piñera al momento del mega estallido. Mucho menos con instituciones y organismos que gocen de una salud plena. Su severo plan de ajuste traerá malestar social que habrá que monitorear de cerca para contener.

Sobre todo porque pirómanos cubanos y venezolanos podrían estar esperando la primera chispa. Son especialistas en desatar huracanes. E incendios.

X: @TotiPI